[Extraído de un diario de sueños] Era 10 de octubre de 2018 y desperté de un increíble concierto de solo de batería del turco Berke Can Özcan; fue emocionante: platillos y baquetas por doquier, bum bum. Días después, Luis Eduardo Aute interpretaba un concierto frente a una iglesia, en apariencia, de Xochimilco. Era maravilloso; detrás suyo corría una fuente y la iglesia sobre ruinas aztecas. Ahora recuerdo que el 5 de octubre de 2010 el mundo vivía su destrucción y Miguel Bosé intentó frenar un ataque nuclear japonés cantando; fracasó. Boom.
Según mi diario de sueños, el 11 de marzo de 2015 me encontré atrapada en una cápsula con música y vídeos de El Puma, y desperté abrumada, desde luego. El 11 de octubre de 2018, mientras visitaba un supermercado egipcio (con un estante de cervezas marca Arnaldo Antunes –que compré–), mi soundtrack inconsciente dio play a una canción de Gianluca Grignani que me hizo abrir los ojos: “yo pienso que no son tan inútiles las noches que”… Se repite octubre; parece que mis sueños musicales se intensifican ese mes, porque un 12 de octubre PJ Harvey me interceptó como una fugaz heroína que vestía como un cuervo y defendía la justicia, cantando en patines; y en otro de tantos, mi duermevela me sorprendió cantándome los versos de Gepe: “deja la ventana abierta para que puedas tirar, todas las cosas que sobren que se tienen que botar”.
La música palpita nuestros afectos y, como en esa ventana abierta, desde los sueños también asoman fonotropos. Soñar es eclipse y conjuro. Mis sueños han sido mis puntos de encuentro con la meditación, como pistas de los símbolos que me forman: excéntricos viajes a Taipei, ritos de iniciación, pesadillas en las que la ajena voz del fascismo me anuncia que ha regresado en plenas elecciones de 2018 y figuras lisérgicas que mitifican el tiempo, un tiempo habitado por el canto del shōgun, un ave que desde 2010 anida en mi habitación.
Arribó una noche en la que dos amigas me ayudaban a vestir de blanco; me preparaban para una ceremonia, con lino y listones. De pronto, comencé a caminar por un bosque cuando entre los árboles vi una luz que dibujaba una silueta diagonal, una luz de color rosa tenue que provenía del canto de un ave, un ave que me hablaba en el lenguaje de los pájaros, como Sibelius; era mi Shōgun, mi propia voz preguntándome: “¿qué palabras escucha tu bosque?”. El bosque resonaba y el ave revoloteaba. Mi Shōgun era un mirlo y en este sueño yo era un simple Sigfrido. ¿Qué me decía el lenguaje oculto de esta ave? Que apaciguara a mis bárbaros, en honor al vocablo japonés que la nombra. En mi batalla escribí este poema:
En el abanjo del uluema
trina su filigrana
sobre la corteza
del invisible rosa que retoña
en la forma más limpia
del movimiento infinito
donde envarados
los fantasmas de corazón corto
resplandecen detrás del cristal
para que, coronada diagonal,
la trigueña shōgun
libre
en este mundo y en los otros
pringue de cardos
mi garganta que pervive
el acorde del bosque:
luz que se ama
de silabear
cuando se ama
el flux de ser
al pie de un árbol
de alas a fronda.
Mientras lo escribía, repentinamente, como en un sueño despierta, la voz de Juan Pablo Villa habitó esos versos. ¿Acaso no la vida es sueño y los sueños sueños son? La fonética es nuestra psiqué, y los cantos en mis sueños el último hálito antes de morir.
Zazil Collins