Una noche de lluvia –nomeolvides– tomé las tijeras y corté mi cabello rizado. Quizá porque Rilke me abrumaba. Recuerdo la palabra melancolía. Guardé los mechones como ofrenda, para no olvidar que soy perenne. Todavía era primavera.
Recordé la imagen de Iris cortando el cabello de Dido para Perséfone.
Te desligo de tu cuerpo.
Los vestigios del fuego. El cabello de Dido fue memoria entre lo vivo y lo muerto. ¿Por qué Iris quiso conservarlo? Le pregunté al iChing…
Sea lo que fuere aquello por lo cual se agota la grandeza, lo cierto es que ésta perderá su hogar.
[56 – 14]
Dido fue un fénix. Quiso alumbrar lo terrenal. En tributo, aboné mis plantas con rizos azabache cuando llegó el verano.
No siempre me quiero cortar el cabello, así que, a veces, escarbo la tierra para enterrar poemas, como un lazo con la vida. También, a veces, me gusta leer las paredes. Detrás de las piedras se deslizan las palabras que nos derrumban, los escondites de nuestras estelas.
Una estela es un silencio. Ahí es donde el día y la noche cantan una cartografía de hallazgos. El mensaje de mi piedra es un alfabeto. Un alfabeto de sueños, porque vivir es soñar; cuántos no lo han escrito.
Una vez, soñé que mi abuelo y yo viajamos a Inglaterra y entramos a una librería de tapiz rojo para contemplar libretas. Le contaba, además, sobre una marca de tés con nombres de escritores. Nos emocionamos mucho.
Pasando esas páginas blancas, me pregunté:
¿quién hereda la tinta de los acentos?
Ahora huele de noche, y los botones de una begonia caen. Es mi otoño. Y el Érebo. Hay pistilos y vapor. Hay estrellas, sí, y luz de luna. Siempreviva ternura. Somos cada sutura que calla.
(Son las 4:28 de la madrugada y los aviones comienzan a surcar mi azotea. Escucho la duela de los vecinos rechinar mientras escribo este poema en Evernote.)